viernes, 18 de abril de 2008

ESPEJO, ESPEJITO

El 15 de abril, llego a las librerías el nuevo trabajo de Eduardo Galeano: "Espejos: una historia casi universal".

Gracias a Hecho en Buenos Aires, contamos con estos adelantos.

Alguna vez Galeano dijo que "la única manera para que la historia no se repita es manteniéndola viva". Guiado por esta convicción será, tal vez, que, como él mismo confiesa, ha sucumbido a la tentación de contar episodios de la aventura humana. Así, hoy publica Espejos. Una historia casi universal (Siglo XXI) donde el uruguayo elige construir el relato de la historia a partir de hechos no muy conocidos. Y ese desconocimiento se debe menos a la falta de registro del hecho en sí que a la perspectiva desde donde fuera registrado. "Cada día, leyendo los diarios, asisto a una clase de historia. Los diarios me enseñan por lo que dicen y por lo que callan. Quizá por eso sus silencios dicen más que sus palabras y con frecuencia sus palabras revelan, mintiendo, la verdad", explica. A continuación fragmentos de este libro que desarrollan cierta curiosa genealogía de instituciones y conceptos presentes en nuestra vida cotidiana.

ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DEL COMERCIO
Había que elegir al dios del comercio. Desde el trono del Olimpo, Zeus estudió a su familia. No tuvo que pensarlo mucho. Tenía que ser Mermes. Zeus le regaló sandalias con alitas de oro y le encargó la promoción del intercambio mercantil, la firma de tratados y la salvaguarda de la libertad de comercio. Mermes, que después, en Roma, se llamó Mercurio, fue elegido porque era el que mejor mentía.

DIVISIÓN DEL TRABAJO
Dicen que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la India. De su boca brotaron los sacerdotes. De sus brazos, los reyes y los guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus pies, los siervos y los artesanos. Y a partir de entonces se construyó la pirámide social, que en la India tiene más de tres mil pisos. Cada cual nace donde debe nacer, para hacer lo que debe hacer. En tu cuna está tu tumba, tu origen es tu destino: tu vida es la recompensa o el castigo que merecen tus vidas anteriores, y la herencia dicta tu lugar y tu función. El rey Manu aconsejaba corregir la mala conducta: si una persona de casta inferior escucha los versos de los libros sagrados, se le echará plomo derretido en los oídos; y si los recita, se le cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican, pero todavía quien se sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea, arriesga escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que vivo. Los sin casta, uno de cada cinco hindúes, están por debajo de los de más abajo. Los llaman intocables, porque contaminan: malditos entre los malditos, no pueden hablar con los demás, ni caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni sus platos. La ley los protege, la realidad los expulsa. A ellos, cualquiera los humilla; a ellas, cualquiera las viola, que ahí sí que resultan tocables las intocables. A finales del año 2004, cuando el tsunami embistió contra las costas de la India, los intocables se ocuparon de recoger la basura y los muertos. Como siempre.

LAS AGENCIAS DE NOTICIAS
Napoleón fue definitivamente derrotado por los ingleses en la batalla de Guatéalo, al sur de Bruselas. El mariscal Arthur Wellesley, duque de Wellington, se adjudicó la victoria, pero el vencedor fue el banquero Nathan Rothschild, que no disparó ni un tiro y estaba muy lejos de allí. Rothschild operó al mando de una minúscula tropa de palomas mensajeras. Las palomas, veloces y bien amaestradas, le llevaron la noticia a Londres. Él supo antes que nadie que Napoleón había sido derrotado, pero hizo correr la voz de que la victoria francesa había sido fulminante, y despistó al mercado desprendiéndose de todo lo que fuera británico, bonos, acciones, dinero. Y en un santiamén todos lo imitaron, porque él siempre sabía lo que hacía, y a precio de basura vendieron los valores de la nación que creían vencida. Y entonces Rothschild compró. Compró todo, a cambio de nada. Así Inglaterra triunfó en el campo de batalla y fue derrotada en la Bolsa de Valores.
El banquero Rothschild multiplicó por veinte su fortuna y se convirtió en el hombre más rico del mundo. Algunos años después, a mediados del siglo XIX, nacieron las primeras agencias internacionales de prensa: Havas, que ahora se llama France Presse, Reuters, Associated Press... Todas usaban palomas mensajeras.


INSEGURIDAD CIUDADANA
La democracia griega amaba la libertad, pero vivía de sus pri¬sioneros. Los esclavos y las esclavas labraban tierras, abrían caminos, excavaban montañas en busca de plata y de piedras, alzaban casas, tejían ropas, cosían calzados, cocinaban, lava¬ban, barrían, forjaban lanzas y corazas, azadas y martillos, daban placer en las fiestas y en los burdeles y criaban a los hijos de sus amos.
Un esclavo era más barato que una muía. La esclavitud, tema despreciable, rara vez aparecía en la poesía, en el teatro o en las pinturas que decoraban las vasijas y los muros. Los filóso¬fos la ignoraban, como no fuera para confirmar que ése era el destino natural de los seres inferiores, y para encender la alar¬ma. Cuidado con ellos, advertía Platón. Los esclavos, decía, tienen una inevitable tendencia a odiar a sus amos y sólo una constante vigilancia podrá impedir que nos asesinen a todos. Y Aristóteles sostenía que el entrenamiento militar de los ciu¬dadanos era imprescindible, por la inseguridad reinante'.

miércoles, 2 de abril de 2008

La sirena

Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984), escritor, crítico de arte, biógrafo y periodista argentino.

La sirena

Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros.
Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por la llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando el paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador.
Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones.-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo.
No había encontrado. No había encontrado.Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris.
A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Loa yacarés la acompañan un trecho, revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?La mofa: ¿Has encontrado?Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres.
Tienen la piel más fina y mas clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza.
El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines.
Eso le permite acercarse. Nuca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta.
Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzas unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.Al amanecer prosigue la carga de los bergantines. Partirán hoy.
En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para serviles.Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona.
Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se lleno de burbujas.La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos.
A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas.
Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos se imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas.
Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, entre la fuga plateada de los pejereyes, de los sábalos, de los surubíes.

Muchas mentes abiertas deberian estar cerradas por reparaciones....