Por: Juan Carlos Márquez
El niño está muy delgado, tan delgado que de lejos parece un signo de admiración. Corre desnudo hacia la orilla y hunde los pies en la arena mojada. Luego se queda mirando con los ojos muy abiertos la ola que crece y se acerca. Y sonríe.
Es una sonrisa que chisporrotea, casi un sorbete de champán, una de esas sonrisas hechas de inocencia que se regeneran y refulgen como destellos sobre el mar. Una lengua de espuma lame sus dedos y el niño retrocede algunos pasos y se esconde tras las piernas de su madre. Ella se gira con la intención de ponerle la visera, pero el niño se cuela entre sus piernas y echa a correr de nuevo hacia la orilla. Busca sus huellas en la arena, hasta se agacha como un detective, pero no las encuentra.
Entonces se vuelve hacia su madre y se encoge de hombros. Una señora mayor con un bebé sonrosado en brazos cruza por delante y el niño se la queda mirando. La señora hace carantoñas al bebé y le dice que tiene la misma naricita que su mamá. El niño se queda un momento pensativo, corre hacia su madre y le tira una y otra vez del bañador. -Mamá, mamá ¿y yo a quién me parezco?
La madre no contesta. Lo aupa en brazos, lo aprieta contra su pecho y aprovecha para ponerle la visera.
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