Un cuento de
Roberto FontanarrosaEs el 12 de julio de 1811. Dos días después de El Grito de Calingasta, lanzado por los latifundistas cuyanos contra el poder español, el general
Robustiano Del Castillo comprende que ha comenzado a abrazar, decididamente, la causa de la democracia.
El grito libertario surgido desde Trapiche del Mosto tiene la virtud de conmoverlo.
No es el pétreo general nacido en Carcarañá un hombre en particular sensible ni afecto a las demostraciones emocionales.
Sin embargo, la noticia de la revuelta, traída a galope tendido por un chasque, lo impacta notoriamente.
Su tropa, e1 5° de Cachapeceros Correntinos, esta extendida cuan larga es, acampando, a orillas del río Yaguané de los Palos.
Del Castillo solicita su caballo al sargento primero
Eudoro Acuña. Y no lo hace por medio de un formulario por triplicado, como lo dicta la burocracia militar de la época. Tonante, el soldado de la Patria exige el ensillamiento perentorio, amparándose en la relevancia de su cargo.
Luego, cabalga hasta las orillas del importante curso de agua y, a la sombra de un gomero, reflexiona.
Por ultimo, escribe su famosa Carta a mi tío Eleuterio (actualmente exhibida en el Museo de Arte Moderno de Zapala, Neuquén) que, entre otras cosas, dice así: -Mi Querida Eleuterio, tío mío. Hoy veo todo a la luz de otra claridad. La noticia llegada desde el Norte me ha brindado la lucidez que no me dieran el resplandor del fuego del cañon ni el relumbrón del fanal a kerosén. Ardo por poner en practica mi nueva filosofía. Si no doy ahora un paso adelante es porque me sujeta mi disciplina militar y porque estoy al borde de las barrancas.
Un año después, los acontecimientos se precipitan. Robustiano Del Castillo exhibe ya sobre su uniforme azul las insignias de General, acordadas por el mismo Triunvirato porteño en reunión extemporánea.
Se las ha ganado en las escaramuzas de Calderillas, Higo Truncado y Cañadón del Sordo.
Pero Del Castillo anhela, aguarda, sueña, con una batalla en toda la línea contra el opresor godo.
La oportunidad lo espera, antojadiza, a orillas de otro río, el caudaloso Pilcomayo de las Chacras, afluente natural del Boquerón, tributario del Chachahuen Negro, con un caudal pletórico de surubí, mandubay, y viejadelagua.
El sitio predestinado para el combate es la planicie de Pampa de los Chanchos, cerca de Aymaya, flanqueada por las colinas y cuchillas de lo que se ha dado en llamar por los lugareños Baldíos Grandes.
Del otro lado del río y entre los árboles, asomando sus fortificaciones cual la cabeza desmelenada de un gigante, encaramado en lo más alto de esas elevaciones, se avista el Fuerte Carapachay, dominando el curso fluvial y el vital paso de los lanchones frutales que, cargados de paltas, quinotos y chirimoyas, abastecen a los mercados de Goya y Florianópolis.
Dos años hace que los habitantes de esos poblados no reciben melón, guayaba, sandia, tomate perita ni chaucha balina.
Estallan las quejas populares contra el
Marques de Botafogo; alguacil mayor de Santa Catarina.
El ejercito patriota de Robustiano Del Castillo vela sus armas en la orilla opuesta del rio, aguardando la orden de atacar la desafiante fortificación.
El 8 de noviembre de 1812 llega, por fin, la orden esperada.
Termina, al parecer, una vigilia de cuatro largos meses soportando los fríos del invierno paraguayo, el flagelo constante de la fiebre amarilla, el pie de atleta, el escorbuto y la pediculosis, males que sin embargo no han hecho flaquear el espíritu de la tropa.
Son los mismos hombres triunfadores en las batallas de Sierras del Changui y Nonogasta, en las cinchadas contra la marinería del Comandante Espora y en los juegos florales de la parroquia de Nuestra Santa Señora Albinoni de Tranco Largo.
En el atardecer de ese día 8, el general Del Castillo ordena que suene el clarín llamando a formar. Siete mil hombres lo rodean al instante.
Se palpa en el aire la excitación previa a los grandes eventos militares.
Del Castillo, con la ayuda de dos de sus oficiales, se trepa a lo alto de un horno de pan.
Hay que recordar que su pie izquierdo ya no es el mismo, tras haber sido pisado por su fiel percherón Aconcagua en el combate de Tabla Rasa.
Cuatro veces resbala y cae de la cúpula del horno de pan, húmeda por la sempiterna llovizna de la zona, pero cuatro veces se reincorpora y vuelve a subirse, para hablar a su tropa.
-¡Soldados! -declama, con toda la voz que tiene-. ¡He recibido desde Buenos Aires la orden que todos estábamos esperando! -la tropa, en pleno, estalla en vítores, imaginando el carácter de la noticia-.
-¡Se nos ordena atacar y destruir Fuerte Carapachay, ese reducto godo que desde hace ya cuatro meses nos humilla y ofende con su sola presencia! -nuevos vítores estentóreos-.
-¡Yo considero que la orden es lógica y criteriosa, dado que es esa fortificación la que esta deteniendo el avance de nuestras tropas hacia el Alto Perú. Pero ustedes sabrán que desde el 10 de julio de 1811, más precisamente desde el Grito de Calingasta, se respiran aires de democracia! ¡Por lo tanto yo, como mis superiores, podemos estar equivocados! ¡La Democracia es participación, debate, disenso, entonces, antes de tomar ninguna determinación, quiero consultar la opinión de todos ustedes para llegar, mancomunadamente, a una resolución consensuada, general y que, aunque no alcance las características de unánime, refleje al menos un acuerdo mínimo y mayoritario!
Se hace un silencio.
El tiempo parece detenerse a orillas del caudaloso Pilcomayo de las Chacras.
Ni el grito quejumbroso del carau corta el aire perfumado del atardecer.
Los soldados comprenden que se hallan ante otro general Del Castillo, desprovisto ahora de su áspera corteza, pero tan firme y arrojado como siempre.
- ¡Pido la palabra! - truena un soldado, adelantándose con la mano en alto. Del Castillo se la concede-. -Yo opino, General, que no tenemos tiempo para afrontar la empresa -dice el soldado, linda estampa de criollo, acento entrerriano al hablar-.
-Atacar ese fuerte ha de llevarnos, siendo optimistas, más de ocho días, incluyendo operaciones de limpieza y rejunte de prisioneros, amen de recomponer los escombros y amontonar los caídos ...
Del Castillo lo mira, algo confuso, aguardando el final de la perorata.
-¿Y eso que importa, soldado? -pregunta, al fin.
-Que yo y mi hermano Raulo pasado mañana tenemos que irnos para Tucumán, a trabajar en la zafra - dice el muchacho.
Del Castillo se pasa la mano por la mandíbula, pensativo.
-Nos habían dicho que esta campaña terminaría el mes pasado -agrega el soldado-. Por eso nos enganchamos.
-Anote, Ibarra -ordena Del Castillo a su edecán de campo, que toma apuntes en un cuaderno de una raya.
-¡Aca, General, aca! -se escucha otra voz ronca.
Del Castillo dirige su mirada hacia el sector donde se ha elevado la petición.
Hay una multitud de manos que se levantan.
El General señala una de ellas, a la que le faltan tres dedos, señal del coraje en el campo de batalla.
- Yo creo que hay que esperar hasta que venga el verano -vocifera un hombretón casi gordo, que luce el uniforme de los Zapadores de Villa Eloisa.
Hay un murmullo de disgusto y voces de desaprobación-.
-¡Hasta que venga el verano! -repite el hombre, sin amilanarse-. En esta zona -prosigue- para enero, febrero, llega la sequía y este río que ahora vemos tumultuoso, se convierte en un hilo de agua que se puede cruzar de un saltito. Eso nos ahorraría la Masacre que sin duda puede deparar cruzarlo ahora, en botes y bajo el fuego enemigo.
-En ese fuerte -el hombretón señala la orilla de enfrente- hay casi 47 cañones del 8 y un regimiento de fusileros de Badalona, Los carniceros del Guadalquivir, que pueden batir todo el ancho del río desde las almenas del fuerte mientras nosotros estamos inmovilizados en los botes.
Del Castillo asiente con la cabeza, impresionado. -Buena aseveración -aprueba-. Buena aseveración. Anote, Ibarra.
-¡Además ... -salta otro soldado, de pequeños anteojos sin marco y aspecto endeble- ...Yo siempre he dicho que hay que atacar por atrás! ¡Hay que ir hasta la desembocadura del río, sobre el Atlántico, subir después por Porto Alegre, Florianópolis, Camboriu, agarrar para Encruzilhada, bajar por Puerto Estigarribia, y caerles por la espalda! ¡No repitamos el error de ir de frente como en la batalla de Salsacate, donde nos encerraron entre dos columnas de caballería y nos dieron una paliza tremenda!
Se hace un silencio incomodo. Siete mil hombres cavilan.
Es la primera referencia directa hacia un error de estrategia de un superior.
-¡Ahora cualquiera cree que puede ser General! -grita una voz, respaldando a Del Castillo.
El General, aunque tocado, solicita calma con ambas manos.
- ¡Todos tienen derecho a opinar, todos tienen derecho! -reafirma.
- ¡Antes de discutir estas cosas -se eleva una voz, enérgica- hay muchos otros asuntos que tenemos que discutir!
-¿Que asuntos? -dice Del Castillo.
-Lo del uniforme, por ejemplo -un murmullo sordo fluctúa entre la aprobación y el desconcierto-.
-¿Hasta cuando vamos a usar estos uniformes de invierno? -sigue el soldado, casi un adolescente, tomando con la mano izquierda la gruesa tela de su puño derecho elevado-. Nos prometieron cambiarnos los uniformes en septiembre y ya estamos casi en noviembre. Aparte, habíamos quedado en que la franja del pantalón iba a ser roja y resulta que las mandaron amarillas ...
-Parecemos brasileños -secunda otro, anónimo.
- ... Y los talles están casi todos equivocados. A uno de mis compañeros le tocó uno que era rezago de la guerra contra los indios y tiene mas de quince agujeros de lanza ...
-Soldado, soldado -solicita Del Castillo-. Creo que tenemos temas mas urgentes ... -voces de aprobación circulan entre la tropa. Son, después de todo, adustos guerreros de la independencia.
- No es tan así... - niega en el aire el dedo índice del joven - . No es tan así...
- ¡Acá hay otra cosa! - arremete alguien, con voz tonante, desde mas atrás-.
-Si usted me permite, mi General... - Del Castillo concede la venia.
- Acá tenemos que precisar, de una vez por todas, cual es la función que estamos desempeñando ante la sociedad, cuál es nuestra finalidad de cara al mandato que nos entrega la Historia, el devenir de los acontecimientos o, si queremos enfocarlo desde un punto de vista mas filosófico o teológico, ese ser intangible y todopoderoso al que, si quieren, llamaremos Dios ...
-Muchachos, muchachos -opta por cortar Del Castillo-. Entiendo el deseo de opinar, de ser escuchados, yo mismo he alentado en ustedes esta inquietud, pero deben comprender que no tenemos mucho tiempo para arremeter contra el enemigo aleve o enviar una respuesta a Buenos Aires ...
-¡La banda, la banda! -grita alguien, maleducadamente, desde los confines de la soldadesca.
-¿Que banda? -parece, esta vez sí, molestarse el General.
- ¡La banda de musica del regimiento, General! ¡No puede ser que toque las cosas que toca! ¡Vidalas, vidalitas, shotís, merengues, bambucos ... !
Lo dicho dispara el caos.
Hay infinidad de opiniones encontradas, insultos duros, algún puntapié, salivazos.
Del Castillo ordena al clarín tocar a silencio.
-¡Soldados, mis hombres, mis valientes! -se enerva Del Castillo-. Esta no es manera de discutir civilizadamente. De cualquier forma, hemos recogido impresiones, hemos enriquecido nuestro conocimiento, pero no podemos eternizarnos en la discusión. Si no nos ponemos de acuerdo habrá que votar, como lo dictan las normas democráticas ...
Todos aprueban con la cabeza.
Los mas elocuentes son los esbeltos lanceros del coronel Bernardino Abdala, cuyos morriones se elevan casi medio metro sobre la estatura de cada uno.
-¡Una ultima cosita, mi General! -una voz femenina, aguda, estremece al ejercito.
Casi entre los últimos pelotones se divisa una mano pequeña y blanquecina.
Es Jacinta Palomeque, una de las tantas soldaderas que acompañan a sus hombres en las campañas militares.
Se oyen, entonces, silbidos agresivos, burlonas voces masculinas, aullidos de enojo y risas.
- ¡Lo único que falta, que ahora opinen las mujeres!
- ¡Dejemos opinar a los caballos, también!
- ¡A la cocina con esa hembra!
-¡Silencio! -el rugido del general Del Castillo paraliza la tarde.
De pie, erecto sobre el horno de pan, es un gigante frente a la soldadesca desbocada, un león ofendido por la desobediencia de esos groseros desconsiderados-.
-¡Será una mujer, pero ella también, como ser viviente, con entrañas y sentimientos, tiene el derecho a opinar como lo han hecho los demás! ¡Hable, señora!
- ¡Las tropas cruzaran el río, quizás, mañana por la mañana -empieza la mujer, que muestra en la cara el trajín de miles de kilómetros absorbiendo el polvo desprendido por los cascos de las cabalgaduras- cuando el sol comienza a calentar y el agua no esta tan fría! Digamos que para la siesta ya estarán atacando el Fuerte ...
Yo me pregunto ... ¿A qué hora se supone que vuelven?
Se desata una gritería de protesta. Hay sables en el aire, atrapando los últimos rayos solares.
- ¡Es que tenemos que saber a que hora vuelven, por la comida! -se desganita la mujer.
Del Castillo, temeroso de perder el control de la situación, indica al clarín que vuelva a llamar a silencio.
-Le informaremos con anticipación, señora -promete-. Le informaremos. Anote, Ibarra .
-¡Siempre nos dicen lo mismo y …! -persiste la soldadera.
-¡Una ultima propuesta, General! -una voz educada, acompaña a una mano huesuda que se agita en el aire. Pero hay rechiflas de disgusto, voces contrarias al pedido. –
-Hable, soldado ... -concede Del Castillo.
-Quiero que tenga en cuenta usted -comienza la voz, que refleja un acento extraño, coloraciones poco familiares, inflexiones ajenas- que en aquel fuerte que todos vemos, también hay seres humanos como nosotros, que viven, sufren y laboran como cualquiera, que tienen hijos ...
Una serie de manos hechas puños caen sobre quien habla, lo golpean en la cabeza, le voltean el quepis, retumban sobre sus espaldas.
- ¡No le peguen! -se estremece de furia el general Del Castillo-. ¡No es de hombres de bien pegarle a un compatriota!
- ¡Si no es un compatriota!
- ¡Es un prisionero!
- ¡Es un español!
- ¡Lo apresamos en Campo Orégano, cuando intentaba volar nuestra santabárbara!
-¡No importa! -clama el General, airado-. ¡También tiene derecho a la opinión! ¡Ningún extranjero será coartado en su derecho a opinar sobre nuestra bendita tierra!
De cualquier manera, el hispánico uniformado no retoma la palabra. Considera que ya ha dicho lo suficiente y, además, los golpes lo han disuadido de insistir.
-¡Soldados! -brama Del Castillo-. Al parecer, hay tantas opiniones como individuos conforman nuestra tropa. Iremos entonces a votación ...
Una aclamación aprueba la propuesta.
- ¡Que levanten la mano los que quieren atacar el fuerte -ofrece alguien, de acento correntino- y que después levanten la mano los que no quieren atacarlo!
-No -dice Del Castillo, cortante. -Serán elecciones a voto secreto y en un sitio oscuro. Ya hemos visto lo que paso con el prisionero que intento emitir una opinión contraria a la de la mayoría. Mañana mismo, desde temprano, habrá una carpa de campaña, donde votaran por el "No" aquellos que consideren inapropiado el ataque, y por el "Si" los que lo aprueben.
El clarín toca a descanso.
Esa noche, más de cien soldaderas, entre las que se encuentra la solicita Jacinta Palomeque, cortan, con los sables de sus compañeros, papeletas que llevaran las palabras "No" y "Si" escritas con carbón.
Las elecciones duran tres días, hasta el 11 de noviembre, y en ese lapso se prohíbe el consumo de bebida alcohólica, el juego de naipes, las riñas de gallos y los lances caballerescos.
Luego, el recuento de votos lleva otros siete días ya que el trabajo se hace dificultoso, dado que hay un solo oficial entre la tropa que domina razonablemente las matemáticas.
Por ultimo, se dan a conocer los resultados de la compulsa. Ha ganado el "No" abrumadoramente: 6897 votos contra 3. Hay 4 en blanco .
Del Castillo no vacila. Eufórico y convencido, redacta apresuradamente una carta al Triunvirato ejecutivo donde informa sobre los resultados de los sufragios.
Luego entrega esos papeles al mejor de sus jinetes y le ordena volar hasta Buenos Aires con el informe.
Un mes después, el mensajero llega a la Capital. Don Hilario Echevarria, tras leer la misiva, ruge su indignación y la transmite a don Gregorio Aldao y a Gabino Ezeiza.
Del Castillo ha desatendido la orden de atacar la fortificación de Carapachay y debe ser defenestrado.
Otro jinete, con otro caballo y con el edicto firmado por la Junta Gobernadora en pleno, regresa de inmediato hasta los llanos de Pampa de los Chanchos para terminar con la carrera militar de Robustiano Del Castillo.
Caprichos del destino, lastimosos devaneos de la historia. Robustiano Del Castillo es degradado a soldado raso el 24 de marzo de 1813, ante la vista angustiada de su tropa y a la sombra de un tala.
Seis días después, su reemplazante, el alférez Victoriano Albarracín Sosa, cruza el río Pilcomayo con su ejercito y asalta el fuerte de Carapachay.
Sus hombres, atónitos, desconcertados, descubren allí que el fuerte esta vacío, deshabitado, hueco.
Corridos por el hambre, hartos por la espera, agotados en fin por el aburrimiento de aguardar un ataque que nunca llegaba, los españoles se habían retirado del lugar tres años antes, a fines de 1809.
RF/ Publicado en el libro -Y TE DIGO MAS… de Roberto Fontanarrosa. Ediciones De la Flor.
Roberto Fontanarrosa (Rosario, Argentina, 26 de noviembre de 1944 – ídem, 19 de julio de 2007), El Negro, fue un humorista gráfico y escritor argentino. Algunas de sus obras se transmitieron por el Canal 7 de televisión pública.