Fragmento de "El río sin orillas" de Juan José Saer
Es que la carne de vaca asada a las brasas, el "asado", es no únicamente el alimento de base de los argentinos, sino el núcleo de su mitología, e incluso de su mística. Un asado no es únicamente la carne que se come, sino también el lugar donde se la come, la ocasión, la ceremonia.
Además de ser un rito de evocación del pasado, es una promesa de reencuentro y de comunión.
Como reminiscencia del pasado patriarcal de la llanura, es un alimento cargado de connotaciones rurales y viriles, y en general son hombres los que lo preparan. Además de ciertas partes carnosas de la vaca, prácticamente todas las vísceras son aptas para la parrilla: intestinos, riñones, mollejas, corazón, ubres de la vaca y testículos del toro.
El asado se cocina a fuego lento y puede llevar horas, pero esa cocción demorada es menos una regla de oro gastronómica que un pretexto para prolongar los preliminares, es decir la conversación fogosa, las llegadas graduales de los invitados que, trayendo alguna botella de vino para colaborar, van cayendo a medida que sus ocupaciones se lo permiten, incorporándose a la charla animada, no sin pasar un momento por la parrilla para inspeccionar el fuego o cruzar un par de frases con el asador.
Es falta de respeto dar consejos o mostrar aprensión sobre la autoridad del que esta asando, aunque cada uno de los presentes tiene su propia teoría sobre cómo deben hacerse las cosas.
El asado reconcilia a los argentinos con sus orígenes y les da la ilusión de continuidad histórica y cultural. Todas las comunidades extranjeras lo han adoptado, y todas las ocaciones son buenas para prepararlo. Cuando vienen los amigos del extranjero, cuando alguien obtiene algún triunfo profesional, cuando hace buen tiempo. Cuando los albañiles estan haciendo una casa ponen el techo, atan una rama verde en el punto mas alto de la construccion y hacen un asado.
A pesar de su carácter rudimentario, casi salvaje, el asado es rito y promesa, y su esencia mística se pone en evidencia porque le da a los hombres que se reúnen para prepararlo y comerlo en conpañía, la ilusión de una coincidencia profunda con el lugar en el que viven. La crepitación de la leña, el olor de la carne que se asa en la templanza benévola de los patios, del campo, de las terrazas, no desencadenan por cierto ningún efluvio metafísico predestinado a esa tierra, pero si en cambio, repitiendo en un orden casi invariante una serie de sensaciones familiares, acuerdan esa impresión de permanencia y de continuidad sin la cual ninguna vida es posible.
Al anochecer, se encienden los primeros fuegos. Un olor a leña, y después de carne asada es lo que sobresale cuando empieza a oscurecer en el campo, en las orillas del río, en los pueblos y en las ciudades.
Repartido en muchos hogares, no siempre equitativos, el fuego único de Heráclito arde plácido o turbulento, iluminando y entibiando ese lugar, que, ni más ni menos prestigioso que cualquier otro, es, sin embargo, único también, a causa de unos azares llamados historia, geografía y civilización; el fuego arcaico y sin fin acompañado de voces humanas que resuenan a su alrededor y que van transformándose poco a poco en susurros hasta que por último, ya bien entrada la noche, inaudibles, se desvanecen.
Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1997, El concepto de ficción. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), paradójico título que expresa, quizás, el intento constante de Saer por –según sus propias palabras– "combinar poesía y narración". Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués.
domingo, 5 de diciembre de 2010
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Muchas mentes abiertas deberian estar cerradas por reparaciones....
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